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jueves, 16 de agosto de 2007

Ciencia con clase


Antes de llegar al meollo del asunto, unos cuantos rodeos para ponernos en situación, según mi costumbre.

La siguiente imagen, ilustra el fenómeno conocido como Efecto Doppler. El punto negro quiere ser un cuerpo que está emitiendo una onda sonora (círculos) y que se ha ido desplazando hacia la derecha, en la dirección y sentido que marca la flecha.


En esta situación, las ondas de sonido se comprimen en el sentido del desplazamiento por lo que un observador (un "oidor", sería mejor decir) situado a la derecha notará que la frecuencia de las ondas es mayor que la que percibirá un observador situado a la izquierda, detrás de la fuente en movimiento. Para quien necesite refrescar lo que nos contaban en el cole, la frecuencia de una onda no es más que la cantidad de ondas que pasan por un punto determinado en la unidad de tiempo así que es fácil entender que, a igual velocidad, cuanto "más juntas" estén las ondas, mayor será su frecuencia.

El fenómeno recibe su nombre en honor a su descubridor, Christian Johann Doppler (1.803-1.853), y se verifica no solamente en las ondas sonoras sino en todas las ondas electromagnéticas, incluida la luz. En él se basan los físicos para afirmar que el universo se expande pues, miren donde miren, la frecuencia de la luz proveniente de las estrellas está "desplazada" exactamente en la cantidad que se esperaría para una fuente luminosa que se aleja del observador, según el efecto Doppler.

Pero sigamos con el sonido. Cuando nuestros detectores de ondas sónicas (vulgarmente conocidos como orejas) llevan a través del oído hasta el cerebro dichas ondas, las frecuencias comprendidas entre los 20 Hz (Hertzios) y los 20.000 Hz son traducidas a sonidos, que interpretamos como más agudos o más graves dependiendo de su frecuencia. Una forma de verificar experimentalmente el efecto Doppler, por tanto, sería poner en movimiento una fuente de sonido y medir la variación en la frecuencia de dicho sonido.

Y aquí entra en escena el señor Christoph Ballot (1.817-1.890), meteorólogo y físico holandés, que diseñó el que sin duda alguna es el experimento con más clase y elegancia de la historia de la ciencia. Ballot dispuso una orquesta sobre una plataforma en un vagón de tren en la línea Utrecht-Amsterdam y, dado que no tenía un osciloscopio a mano, situó en distintos puntos del trayecto a otros músicos que irían registrando las notas musicales que percibían (una nota musical no es más que una frecuencia concreta, por ejemplo, el LA central de un piano se corresponde con una frecuencia de 440 Hz).

El tren se puso en marcha y la orquesta atacó los compases de algún éxito del momento, tal vez algo de Liszt o de Schumann (corría el año 1.845, supongo que Brahms era demasiado joven aún para haber entrado en el hit-parade).

Una vez finalizado el concierto-experimento, los músicos compararon sus anotaciones, comprobando que las alteraciones en las notas que habían percibido con respecto a la partitura original, se ajustaban a las variaciones de frecuencia predichas por el efecto Doppler. No está documentado pero tengo entendido que después de tan ferroviario concierto, se sirvió un pequeño refrigerio a base de huevas de cangrejo y champán rosado.

Tampoco está documentado, pero es casi seguro que Ballot debió de darse de cabezazos contra la pared al darse cuenta de que el asunto le habría salido mucho más barato, aunque más vulgar, eso sí, si el tren simplemente hubiera hecho sonar su silbato mientras pasaba frente a un observador.

Y es que el cambio de frecuencia debido al efecto Doppler es algo que nosotros, urbanitas modernos, comprobamos todos los días cuando estamos parados en la acera y pasa frente a nosotros un coche, con su chiunnnnn característico.

Y, hablando de coches, en el efecto Doppler se basan, precisamente, los radares que utiliza la policía para determinar la velocidad de un vehículo y poder así endosarte una bonita multa por ir a más de 300 Km/h con una tartana que no pasa de 80 con viento a favor, como hemos visto en las noticias un par de veces. Errare humanum est, ¿no? Y maquinarium también, parece.

viernes, 27 de julio de 2007

Evolucionando


Año de gracia de 2.007, parece mentira. Fue ayer apenas cuando imaginaba el redondo año 2.000 como una barrera mística más allá de la cual se encontraba el futuro. La ciencia ha traído de la mano, ciertamente, avances tecnológicos apenas soñados hace treinta o treinta y cinco años y ha conseguido que el conocimiento humano sobre el mundo se haya incrementado exponencialmente.

Retrotrayéndonos un poco en el tiempo, vemos que una gran parte de ese conocimiento ha sido adquirido por la humanidad durante el transcurso del último par de siglos gracias, fundamentalmente, al desarrollo del método científico, esa herramienta constructiva que hace que solamente se eleven a la categoría de "conocimiento", aquellas observaciones que han sido debidamente aquilatadas. Ya lo he contado, someramente, en otro xuspiro: El Método Científico

Me gustaba pensar que la humanidad, gracias a la aplicación sistemática del método, dejaría atrás la superchería y enterraría para siempre la insana costumbre de anatematizar el avance del conocimiento invocando inamovibles tradiciones envueltas en el halo de santidad que suele dar a leyendas y mitos el paso del tiempo. Me equivocaba, claro. A día de hoy sigue habiendo una fuerte reacción por parte del fundamentalismo religioso, tanto cristiano como musulmán y judío, a aceptar algo tan sencillo como la incontrovertible realidad de la evolución.

Son pocos pero, como se suele decir de terroristas y otras malas hierbas, hacen mucho ruido. El pastorcito evangélico que está de moda en la red últimamente así lo demuestra con sus gritos excesivos y sus ademanes de charlatán de feria. Si no lo han visto en las páginas de vídeos de internet o en el telediario de la tarde, benditos sean pues son inmunes al martilleo constante de la propaganda informativa. El chaval (no es más que un crío, por eso le he llamado "pastorcito") consigue arrancar de su extasiado rebaño encendidos aplausos cuando en el paroxismo de su actuación arremete contra "esos que dicen que somos de la evolución" (sic), momento en que yo suelo experimentar un sudor frío mientras el acre sabor del miedo me sube a la boca.

Sí, lo confieso. Tengo miedo de esta gente. Un miedo atroz a que consigan convencer a una sola persona de que lo que pregonan con voz desaforada y ojos que brillan con el mismo fulgor que el de los esquizofrénicos son algo más que simples dislates basados en la firme aunque absurda pretensión de que unos textos compuestos hace la tira de años en un rincón específico del planeta, contienen la verdad última acerca del diverso y cambiante universo que nos rodea, por más que dicha "verdad" contradiga lo que nos dice la experiencia cotidiana. Miedo a que sus tesis sin ninguna confirmación más allá de la que les brinda su propia fe, lleguen a equipararse a aquellas otras que se acogen al método científico y basadas, por tanto, en el saber y no en el creer. Tengo miedo de esas cosas porque, de conseguirlo, podrían hacer retroceder a la humanidad hasta los tenebrosos días de la Edad Media en los que todo conocimiento era puesto en tela de juicio por el mero hecho de no figurar en las páginas del libro sagrado. Aunque tal vez se contenten con hacernos retroceder solamente un par de siglos, como esos seguidores de la secta amish cuyo rechazo a la tecnología sólo alcanza hasta un cierto punto, aceptando la de siglos anteriores en un ejercicio de malabarismo intelectual que no acabo de comprender. Rechazan los botones como algo pecaminoso pero aceptan la ropa misma. Rechazan los automóviles pero no los carruajes tirados por caballos. Rechazan las máquinas pero no los arados... Como si todas esas cosas no fueran el resultado de la aplicación de una misma tecnología, más o menos desarrollada, a los mismos principios básicos. En fin.

El ataque a la evolución por parte de los fundamentalistas religiosos, suele basarse normalmente en un profundo desconocimiento de la misma, ignorancia que se pone de manifiesto desde la mismísima primera frase que sale de sus labios, que suele ser: "dicen que el hombre desciende del mono...". Pues no, mire usted. No dicen eso. Ni lo dice Darwin en su "El Origen de las Especies", ni lo dicen los neodarwinistas, ni lo dice la actual Teoría de la Evolución, ni lo dice nadie. Esa estupidez sólo la dicen, curiosamente (o quizás no tanto), los mismos que la atacan. Sea por ignorancia o absoluta falta de ética, una de dos, este proceder es lo que se conoce en lógica como "la falacia del hombre de paja" que consiste en que, independientemente de los argumentos del contrario, uno dice que dijo "lo que sea" y luego ataca ese "lo que sea" como falso. Precioso.

Lo que dice la teoría es que tanto monos como seres humanos descendemos de un antepasado común, lo cual es muy diferente.

Evolución
Otro punto básico de ataque es centrarse en que la Teoría de la Evolución es solamente eso, una teoría y, por lo tanto, podría estar equivocada con lo que la evolución no existiría. Otra vez la ignorancia o la falta de ética, según sea el caso, se ponen de manifiesto al no diferenciar el hecho observado de la teoría científica que lo explica. Porque la evolución, mis amigos, es un hecho, una constatación, una cosa real atestiguada por miles y miles de observaciones, mientras que la Teoría de la Evolución es simplemente el desarrollo científico que intenta explicar ese hecho. Es como si me dicen que, dado que la Teoría de la Gravitación de Newton ha sido superada por la Relatividad de Einstein, podemos decir que aquella era falsa y, por tanto, la gravedad no existe. Piensen lo que quieran pero, por favor, no se lancen desde un acantilado creyendo firmemente en la veracidad de lo que dicen. Les aseguro que se equivocan y que la gravedad sí que existe, a despecho de cuánto pudiera haber acertado o errado Newton a la hora de explicarla. Pues la evolución lo mismo. La teoría podría (no lo está, pero podría) estar absoluta y radicalmente equivocada y ello no invalidaría el hecho de que las especies de seres vivos actuales han evolucionado desde formas anteriores menos complejas. Lo único que invalidaría sería nuestra explicación de cómo o por qué lo han hecho pues es esto, y no otra cosa, lo que hacen las teorías científicas: explicar el porqué de las cosas.

El tercer punto de ataque desde las filas de la intolerancia fundamentalista suele ser que la Teoría de la Evolución no explica cómo surgió la vida desde la materia inanimada. Pues sí, oiga, en eso tienen razón, la teoría no explica eso. Añado yo de mi cosecha que tampoco explica cómo se prepara la tortilla de patata o por qué los jugadores de fútbol se tiñen el pelo de rubio platino. Qué cosas.

domingo, 17 de junio de 2007

Me repatea la homeopatía

El título de este xuspiro no quiere ser un trabalenguas sino una declaración de principios. En realidad me repatean todas las autodenominadas "para-ciencias" por esa, de todo punto inconsecuente, actitud de querer pasar por ciencia al mismo tiempo que desprecian el método científico. Me parece tan demencialmente absurdo como aquel negro que quería ser cofrade del Ku-Klux-Klan. Casi puedo oír a Marx (Groucho) revolverse en su tumba mientras repite, habano en ristre, aquello de que jamás formaría parte de un club que admitiera como socios a tipos como él.

Homeopatía

Dicen los homeópatas que similia similibus curantur, impresionante latinajo atribuido nada menos que a Hipócrates con el que quieren sustentar la pretensión de que la cura de cualquier afección, dolencia o simple conjunto de síntomas, se encuentra en la misma sustancia que causa la enfermedad o que provoca esos mismos síntomas. En principio, tal afirmación resulta un tanto chocante pues viene a significar que para curar, pongamos por caso, un envenenamiento habría que ingerir más veneno pero no se trata de eso, exactamente, pues la auténtica potencia de los remedios homeopáticos radica, dicen, en la dilución extrema de los principios activos de los medicamentos: sustancias que utilizadas en grandes dosis provocan dolencias, curarán síntomas análogos a los que han provocado cuando se utilicen en dosis infinitesimales.

Empecemos, pues, por aprender cómo se preparan esos remedios homeopáticos. Voy a la página de la Asociación Médica Española de Homeopatía y Bioterapia y vuelvo con la siguiente cita, correción ortográfica mediante:

"...a partir de sustancias vegetales y algunas animales se obtienen las sustancias denominadas tintura madre. La tintura madre es una solución normalmente hidroalcohólica (alcohol al 70 con la sustancia soluble, que es el vegetal que estamos fabricando, por ejemplo la Belladona). Una vez tenemos esta sustancia en forma de tintura madre se coge una parte de la misma y se mezcla con nueve partes de una solución hidroalcohólica. Se dinamiza, es decir, se agita enérgicamente y se obtiene la primera dilución. Si se vuelve a coger una parte de esta primera dilución y se mezcla con nueve partes de solución hidroalcohólica, obtenemos la segunda dilución. Estas se llaman diluciones decimales al hacerlas con nueve partes. También se hace la misma dilución con 99 partes, de donde se obtienen las diluciones centesimales."

Dilución
Parece ser, por tanto, que lo que se tomaría en caso de envenenamiento sería un veneno muy diluido, tal como se nos ha explicado en el párrafo anterior. De hecho, la belladona a que se hace referencia y que tanto gusta a los amantes de lo esotérico, contiene alcaloides altamente tóxicos.

Pero no se preocupen, no hay peligro de envenenamiento pues los preparados homeopáticos utilizan diluciones centesimales del orden de los 1.000 CH y más. En la terminología homeopática, 1 CH sería la primera disolución, es decir, una parte de tintura madre por 99 partes de la solución hidroalcohólica, 2 CH sería una parte del preparado anterior con 99 partes de solución hidroalcohólica, 3 CH sería una parte de preparado 2 CH con 99 partes de solución hidroalcohólica, etc.

Haciendo una sencilla cuenta, resulta que en un preparado homeopático 1.000 CH normal y corriente (mil diluciones centesimales consecutivas) tendremos una parte de tintura madre por cada cien elevado a mil partes del preparado. Esto es... ¡un 1 seguido de 10.000 ceros! Disculpen que no escriba el número completo pero es que me ha dado un ataque de risa nerviosa: la magnitud de la cifra es tan absurdamente elevada que sobrepasa con creces el límite de dilución del propio Universo, en el que se estima hay "solamente" unos 10^77 átomos (un 1 seguido de 77 ceros). Si no es una gugólica infinitud, en palabras de un amigo de las que me he apropiado impunemente, se le parece bastante: para ingerir una sola molécula de principio activo en un preparado homeopático 1.000 CH, deberíamos tragarnos una cantidad de preparado mayor que el propio Universo. Mayor que millones y millones de universos, en realidad. Ya les dije que la cifra me daba risa.

Ahora queda claro por qué no hay peligro de envenenamiento. No lo hay, sencillamente, porque en un preparado homeopático corriente, no queda ni una sola molécula de sustancia activa alguna, sea cual sea la tintura madre de partida.

En definitiva, cuando usted compra en la farmacia un preparado homeopático, debe saber que lo que le están vendiendo en realidad es, sencillamente, agua con un poco de alcohol, ni más, ni menos (en ocasiones, dependiendo de la sustancia a diluir, también se utiliza lactosa como disolvente).

La evidencia es tan abrumadora que los propios homeópatas admiten que, efectivamente, no quedan moléculas de tintura madre en el preparado final. Pero eso no tiene importancia, dicen, porque aún falta la parte fundamental de la cosa homeopática: la dinamización.

Para que un preparado homeopático sea realmente "efectivo", entre dilución y dilución es necesario "dinamizar" el preparado, dinamización que consiste en (les juro que no me lo invento) "sacudirlo enérgicamente cien veces contra un libro con tapas de cuero", en palabras del gurú-fundador de la homeopatía, un médico alemán de finales del s.XVIII llamado Hahnemann. Al parecer, no hace falta pronunciar frase ritual alguna durante el proceso, ni siquiera unga-unga.

Dinamización
Pero tampoco se vayan a creer que los actuales homeópatas son tan irracionales que siguen las doctrinas de Hahnemann al pie de la letra. Ni mucho menos: hoy en día se utilizan aparatos dinamizadores automáticos y se prescinde de los libros (sí, la maldad en el doble sentido de la frase es intencionada).

Pues, por si no lo sabían, la "dinamización" que se produce al agitar el preparado (agitado, no batido), tiene el efecto de hacer que el agua "recuerde", por así decir, los principios activos que fueron diluidos en ella, aunque no quede ni una sola molécula de dichos principios activos, como hemos visto.

La idea es tan ridícula por sí sola que ni siquiera merece la pena rebatirla. Sólo voy a decir que esto refuerza mi rechazo a los preparados homeopáticos porque, imaginen, si el agua dinamizada de esa forma tiene verdaderamente la facultad de "recordar" las sustancias que fueron alguna vez disueltas en ella, imaginen la cantidad de porquerías que podrá recordar dicha agua. Empezando por la caca de la vaca que pastaba al lado del manantial del que brotó.

viernes, 8 de junio de 2007

La manzana de la discordia

Era el convite nupcial de la diosa Tetis con el mortal Peleo, unión de la que nacería, andando el tiempo, Brad Pitt (por otro nombre: Aquiles). Al sarao había acudido la flor y nata de la jet-set olímpica pero, error logístico a la hora de hacer entrega de las invitaciones o, más probablemente, prevención porque no fuera a hacer honor a su nombre, la diosa de la discordia, Éride, no fue invitada a la fiesta.

Así despechada, urdió Éride (o Eris, dicen otros) su venganza. Se presentó en el lugar, es de presumir que luciendo sus mejores galas, y arrojó displicentemente sobre la mesa una hermosísima manzana de oro sobre la que podía leerse la incripción "Para la más bella". Sólo a una diva podía ocurrírsele tan taimado plan y poner en marcha el primer concurso de belleza de la historia sin establecer claramente las bases ni llamar a Luis María Ansón para que hiciera de jurado y, como es natural, ardió Troya cuando Hera, Atenea y Afrodita comenzaron a tirarse de los pelos auto-proclamándose merecedoras de la dichosa manzana.

En realidad... Troya no ardió de inmediato, aunque lo haría en breve. Literalmente.

Después de un rato de estar diciéndose lindezas en hexámetros clásicos, las diosas acudieron a Zeus para que arbitrara la cuestión pero éste, zorro viejo, no quiso meterse en camisa de once varas y se lavó las manos, diciéndoles que se fueran a tomar vientos al Monte Ida.

Y allá que se fueron conducidas por Hermes, mensajero de los dioses (no sabemos si a sueldo de UPS o de Seur).

Por las faldas del Monte Ida, próximo a Troya, andaba el hijo del rey Príamo, Paris, pastoreando sus rebaños (inserte aquí el chiste de su preferencia sobre la excarcelación de Paris, seguro que ha oído uno en cualquier telediario que haya visto hoy). Se ve que los reyes de la antigüedad clásica tenían menos sangre azul que los de ahora, e incluso menos que las herederas de cadenas hoteleras, y no se les caían los anillos por trabajar. El pobre chaval no sabía en la que se estaba metiendo cuando las diosas le pidieron que eligiese a la más bella de las tres y él, inocentemente, eligió a una de ellas, Afrodita, ganándose inmediatamente la inquina de las otras dos. ¿Ven lo que pasa por no haber elegido a Ansón como jurado? Él les habría tirado los tejos a las tres y listo.

Así que se armó la de Troya... literalmente, como digo. Pero eso ya lo sabrán ustedes porque seguramente ya han visto la película protagonizada por Aquiles (por otro nombre: Brad Pitt).

Mas la historia de Éride no acaba aquí porque la diosa de la discordia aparecería de nuevo a principios del siglo XXI en forma de pedazo de roca que los astrónomos llamaron "2003-UB313", según las convenciones internacionales de nomenclatura para asteroides. En principio, la roca fue bautizada como Xena y un satélite suyo como Gabrielle, claro, ya que, por si no lo saben, los astrónomos también tienen su corazoncito y no son inmunes a los encantos de Lucy Lawless (si no se ha enterado usted a cuento de qué viene la frase anterior, enhorabuena: se trata de una serie de televisión llamada "Xena, la princesa guerrera").

Los descubrimientos de Xena y de muchos otros objetos dentro del Sistema Solar, desataron el debate sobre la conveniencia de elaborar una nueva definición del término "planeta" que se adecuase a la nueva situación, hasta que la Unión Astronómica Internacional acordó, en agosto de 2.006 que un planeta sería todo objeto celeste que:

a) Gira alrededor del Sol.
b) Tiene suficiente masa para que su gravedad supere las fuerzas del cuerpo rígido, de manera que asuma una forma en equilibrio hidrostático (prácticamente esférica).
c) Ha limpiado la vecindad de su órbita.

La discordia entre los astrónomos (que tampoco fue excesiva, a decir verdad) surgió debido a la inclusión del punto c) en la definición. Sin ese punto, se debería considerar como planeta a Ceres, el cuerpo más grande del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter y también a muchos otros objetos más allá de la órbita de Plutón. Con la inclusión de este apartado, es el propio Plutón el que queda fuera de la definición debido a que tiene un compañero, Caronte, con una masa del mismo orden de magnitud y que no es, por tanto, propiamente un satélite que gira a su alrededor sino que forman un sistema doble, girando ambos en torno a un punto intermedio.

Así que la nueva definición de planeta fue finalmente admitida y, consiguientemente, Plutón fue degradado a la condición de "planeta enano". Si son de los que aprendieron en el colegio que hay nueve planetas en el Sistema Solar, vayan actualizándose: sólo hay ocho.

Si han llegado hasta aquí será porque, supongo, no tienen nada mejor que hacer así que espérense unas líneas más, que viene el final y remate de nuestra historia sobre Éride.

Y es que, en un alarde de sentido del humor, el objeto 2003-UB313, Xena, fue rebautizado como Eris (o Éride), ya saben, diosa de la discordia, y a su satélite se le llamó Disnomia, como la diosa de la anarquía. ¿Recuerdan a Lucy Lawless? Pues eso.


martes, 5 de junio de 2007

El método científico


En la escuela trataron, con no demasiado éxito, de enseñarme lo que era el método científico pero sólo comprendí cómo funcionaba mucho tiempo después, colgados ya los pantalones cortos y casi olvidado (eso nunca se olvida del todo) el olor a lapiceros mordidos y a goma de borrar Milán.


Es simple, si bien se mira: se observa el fenómeno que va a estudiarse, se desarrolla una hipótesis, una explicación más o menos plausible de por qué sucede tal cosa, se realizan experimentos que prueben o refuten esa suposición y, caso de resultar cierta, se elabora una teoría científica que explique formalmente el fenómeno.

Hay una acotación importantísima que es necesario recalcar: para poder llamarla científica, una hipótesis tiene que ser falsable, es decir, debe ser susceptible de ser probada o refutada. Por ejemplo, una hipótesis que dice que "las cosas caen al suelo debido a que duendes indetectables de ojos saltones las empujan hacia abajo" es imposible de probar como cierta pero también es imposible de refutar ya que si los duendes esos son indetectables... pues eso... son indetectables así que nunca podremos saber si están ahí, empujando los objetos y, por lo tanto, independientemente de si existen o no, preguntarse sobre su existencia cae fuera del ámbito de la ciencia y cualquier especulación al respecto no es ciencia.

Esto suelen olvidarlo quienes gustan de presentar como científicas supuestas pruebas acerca de la existencia de espíritus, seres de otra dimensión o creadores de mundos. Lo mismo vale para quienes publicitan como avances científicos cosas como agua magnetizada, pulseras milagrosas, remedios homeopáticos y babas de caracol.

jueves, 31 de mayo de 2007

La paradoja de los gemelos

Dicen que el tiempo, la percepción del paso del tiempo, es dependiente del observador. Cuando oigo esto pienso siempre en la forma en que el tiempo discurre, tan lentamente, cuando nos aburrimos y cómo vuela cuando nos lo estamos pasando bien. Relatividad, ya saben, aunque seguramente los físicos no estarán de acuerdo con esa consecuencia de la Teoría.

Einstein propuso un experimento mental para intentar probar esa condición de dependencia del tiempo respecto del observador. Se trata de suponer a dos gemelos, uno de los cuales se queda en la Tierra mientras el otro viaja por el espacio a velocidades próximas a la de la luz. Su reencuentro resultará de lo más sorprendente ya que, debido a los efectos relativistas, el tiempo se habrá dilatado, habrá transcurrido más lentamente, para el viajero y será, por tanto, más joven que su hermano gemelo.

A esto se le llama, vox populi, "la paradoja de los gemelos" aunque, en realidad, la auténtica paradoja no es el hecho de que uno sea más joven que el otro. La auténtica paradoja, que, dicho sea de paso, trajo no pocos quebraderos de cabeza a Einstein hasta que logró resolverla, consiste en que, dado que no hay un marco de referencia fijo sino que éste varía dependiendo del observador, desde el punto de vista del gemelo viajero es el otro, el que está en la Tierra, el que se mueve con respecto a él y, por tanto, debería ser al otro a quien afectara la dilatación del tiempo y ser, por tanto, más joven.

Así pues, ¿para cuál de los dos se dilata el tiempo, en realidad? Hay una especie de justicia poética en la duda mas, desafortunadamente, la física y la poesía tienen pocos puntos de contacto y las matemáticas resolvieron, finalmente, la paradoja: el que se queda en casa envejece más rápido, hecho que fue probado posteriormente mediante experimentación mandando de viaje relojes atómicos sincronizados con otros en el suelo. En fin.

Pero, consolémonos, aún siguen quedando pequeños misterios en torno al tiempo. Por ejemplo:

El tiempo suele quedarse en suspenso entre dos acordes mayores de guitarra, adormecido como el pequeño roedor que busca sobrevivir al invierno. Las bailarinas siempre lo han sabido y aprovechan esos instantes sin tiempo para levitar sobre las puntas de sus pies, libres de la tiranía de las leyes físicas.

También es cierto que se han dado casos de bailarinas cuyos pies han logrado detener todos los relojes del teatro.

Edgar Degas lo sabía. Lo pintó muchas veces.


miércoles, 30 de mayo de 2007

Alondras y otras avecillas

Esto es una especie de porqué.

Y es que, a veces, las alondras emprenden vuelos circulares que las llevan más allá del horizonte. El que camina las ve pasar acongojado y espera que regresen pronto a llenar el aire con sus trinos. Su falta puede llegar a causar tan hondo vacío que tal vez un blog no sea más que un vano intento de reemplazar lo irreemplazable.

Afortunadamente, una semana pasa rápido y, mientras tanto, puedo intentar informarme sobre qué es una alondra:


Reino: animalia
Phyllum: chordata (cordados)
Clase: aves
Orden: paseriformes
Familia: alaudidae (aláudidos)


La familia de los aláudidos agrupa a unas 250 especies de alondras, terreras y calandrias y, al parecer, el género Alauda al que pertenece la alondra común (Alauda arvensis) fue descrita por el mismísimo Linneo allá por el siglo XVIII.

He de hablar de Linneo otro día y de sus trajes de esquimal pero ahora no puedo dejar de comentar que los paseriformes son esos que suelen llamarse "pájaros canores", es decir, los pajarillos de bosques, praderas y jardines, para entendernos.

Dicen que las alondras no cesan de cantar mientras son perseguidas por las aves de presa. Tal vez no sea más que el simple resultado de un proceso evolutivo, una característica que se ha ido potenciando porque sobreviven y se reproducen más las alondras que cantan que las que no lo hacen. A mí me parece, sin embargo, que la alondra canta para conjurar el miedo. Ése como vértigo ante el vacío del futuro a nuestros pies. ¿O será mi propio miedo el que me hace pensar tal cosa?

Mientras lo pienso de nuevo:

Canta la alondra arriba,
muy arriba sobre las tejas del mundo mientras llueve...