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viernes, 27 de julio de 2007

Evolucionando


Año de gracia de 2.007, parece mentira. Fue ayer apenas cuando imaginaba el redondo año 2.000 como una barrera mística más allá de la cual se encontraba el futuro. La ciencia ha traído de la mano, ciertamente, avances tecnológicos apenas soñados hace treinta o treinta y cinco años y ha conseguido que el conocimiento humano sobre el mundo se haya incrementado exponencialmente.

Retrotrayéndonos un poco en el tiempo, vemos que una gran parte de ese conocimiento ha sido adquirido por la humanidad durante el transcurso del último par de siglos gracias, fundamentalmente, al desarrollo del método científico, esa herramienta constructiva que hace que solamente se eleven a la categoría de "conocimiento", aquellas observaciones que han sido debidamente aquilatadas. Ya lo he contado, someramente, en otro xuspiro: El Método Científico

Me gustaba pensar que la humanidad, gracias a la aplicación sistemática del método, dejaría atrás la superchería y enterraría para siempre la insana costumbre de anatematizar el avance del conocimiento invocando inamovibles tradiciones envueltas en el halo de santidad que suele dar a leyendas y mitos el paso del tiempo. Me equivocaba, claro. A día de hoy sigue habiendo una fuerte reacción por parte del fundamentalismo religioso, tanto cristiano como musulmán y judío, a aceptar algo tan sencillo como la incontrovertible realidad de la evolución.

Son pocos pero, como se suele decir de terroristas y otras malas hierbas, hacen mucho ruido. El pastorcito evangélico que está de moda en la red últimamente así lo demuestra con sus gritos excesivos y sus ademanes de charlatán de feria. Si no lo han visto en las páginas de vídeos de internet o en el telediario de la tarde, benditos sean pues son inmunes al martilleo constante de la propaganda informativa. El chaval (no es más que un crío, por eso le he llamado "pastorcito") consigue arrancar de su extasiado rebaño encendidos aplausos cuando en el paroxismo de su actuación arremete contra "esos que dicen que somos de la evolución" (sic), momento en que yo suelo experimentar un sudor frío mientras el acre sabor del miedo me sube a la boca.

Sí, lo confieso. Tengo miedo de esta gente. Un miedo atroz a que consigan convencer a una sola persona de que lo que pregonan con voz desaforada y ojos que brillan con el mismo fulgor que el de los esquizofrénicos son algo más que simples dislates basados en la firme aunque absurda pretensión de que unos textos compuestos hace la tira de años en un rincón específico del planeta, contienen la verdad última acerca del diverso y cambiante universo que nos rodea, por más que dicha "verdad" contradiga lo que nos dice la experiencia cotidiana. Miedo a que sus tesis sin ninguna confirmación más allá de la que les brinda su propia fe, lleguen a equipararse a aquellas otras que se acogen al método científico y basadas, por tanto, en el saber y no en el creer. Tengo miedo de esas cosas porque, de conseguirlo, podrían hacer retroceder a la humanidad hasta los tenebrosos días de la Edad Media en los que todo conocimiento era puesto en tela de juicio por el mero hecho de no figurar en las páginas del libro sagrado. Aunque tal vez se contenten con hacernos retroceder solamente un par de siglos, como esos seguidores de la secta amish cuyo rechazo a la tecnología sólo alcanza hasta un cierto punto, aceptando la de siglos anteriores en un ejercicio de malabarismo intelectual que no acabo de comprender. Rechazan los botones como algo pecaminoso pero aceptan la ropa misma. Rechazan los automóviles pero no los carruajes tirados por caballos. Rechazan las máquinas pero no los arados... Como si todas esas cosas no fueran el resultado de la aplicación de una misma tecnología, más o menos desarrollada, a los mismos principios básicos. En fin.

El ataque a la evolución por parte de los fundamentalistas religiosos, suele basarse normalmente en un profundo desconocimiento de la misma, ignorancia que se pone de manifiesto desde la mismísima primera frase que sale de sus labios, que suele ser: "dicen que el hombre desciende del mono...". Pues no, mire usted. No dicen eso. Ni lo dice Darwin en su "El Origen de las Especies", ni lo dicen los neodarwinistas, ni lo dice la actual Teoría de la Evolución, ni lo dice nadie. Esa estupidez sólo la dicen, curiosamente (o quizás no tanto), los mismos que la atacan. Sea por ignorancia o absoluta falta de ética, una de dos, este proceder es lo que se conoce en lógica como "la falacia del hombre de paja" que consiste en que, independientemente de los argumentos del contrario, uno dice que dijo "lo que sea" y luego ataca ese "lo que sea" como falso. Precioso.

Lo que dice la teoría es que tanto monos como seres humanos descendemos de un antepasado común, lo cual es muy diferente.

Evolución
Otro punto básico de ataque es centrarse en que la Teoría de la Evolución es solamente eso, una teoría y, por lo tanto, podría estar equivocada con lo que la evolución no existiría. Otra vez la ignorancia o la falta de ética, según sea el caso, se ponen de manifiesto al no diferenciar el hecho observado de la teoría científica que lo explica. Porque la evolución, mis amigos, es un hecho, una constatación, una cosa real atestiguada por miles y miles de observaciones, mientras que la Teoría de la Evolución es simplemente el desarrollo científico que intenta explicar ese hecho. Es como si me dicen que, dado que la Teoría de la Gravitación de Newton ha sido superada por la Relatividad de Einstein, podemos decir que aquella era falsa y, por tanto, la gravedad no existe. Piensen lo que quieran pero, por favor, no se lancen desde un acantilado creyendo firmemente en la veracidad de lo que dicen. Les aseguro que se equivocan y que la gravedad sí que existe, a despecho de cuánto pudiera haber acertado o errado Newton a la hora de explicarla. Pues la evolución lo mismo. La teoría podría (no lo está, pero podría) estar absoluta y radicalmente equivocada y ello no invalidaría el hecho de que las especies de seres vivos actuales han evolucionado desde formas anteriores menos complejas. Lo único que invalidaría sería nuestra explicación de cómo o por qué lo han hecho pues es esto, y no otra cosa, lo que hacen las teorías científicas: explicar el porqué de las cosas.

El tercer punto de ataque desde las filas de la intolerancia fundamentalista suele ser que la Teoría de la Evolución no explica cómo surgió la vida desde la materia inanimada. Pues sí, oiga, en eso tienen razón, la teoría no explica eso. Añado yo de mi cosecha que tampoco explica cómo se prepara la tortilla de patata o por qué los jugadores de fútbol se tiñen el pelo de rubio platino. Qué cosas.

lunes, 23 de julio de 2007

Siddartha

Buda

Unos cinco siglos antes de Cristo, nació en el Nepal un muchachito que, casi sin quererlo, a lo tonto y a lo bobo, como quien no quiere la cosa, por el procedimiento de sentarse debajo de una higuera, fundó lo que andando el tiempo llegaría a convertirse en una de las religiones con más adeptos del planeta. Se llamaba nuestro héroe Siddartha Gautama (en el idioma local se pronuncia muy raro y se escribe con un serie de palitroques y rayitas más raras aún) pero, como los toreros o los futbolistas argentinos, es más conocido por su alias: "el iluminado". Buda, si lo prefieren decir más corto y en sánscrito.

El padre de Buda, Suddhodana, era rey de no sé qué clan nepalí y poseía un suntuoso palacio en un lugar llamado Kapilavastu, a orillas del río Ganges. Puede decirse que Siddartha era lo que hoy llamaríamos "un niño de papá".

Pero empecemos por el principio.

La concepción de Buda, tal como la narra la tradición budista, es espectacular y tiene para nosotros, occidentales, sutiles reminiscencias de historias conocidas. Verán. La madre de Buda, Maya, una de las esposas de Suddhodana, soñó mientras hacía el amor con su esposo (la leyenda no aclara si antes, después o durante), que cuatro ángeles la tomaban y la transportaban con cama y todo al Himalaya para posteriormente bañarla en un lago con el fin de dejarla inmaculadamente libre de toda mancha humana. Después, tras extender un lecho divino con la cabecera hacia el Este y acostarla sobre él, una criatura celestial, un pequeño elefante blanco de seis colmillos que era el mismo Buda aún por nacer, se acercó al lecho y, tras dar tres vueltas en torno a él, se introdujo directamente en su costado derecho sin causarle dolor alguno. Los sabios consultados dictaminaron que tal sueño no podía significar otra cosa más que el niño así concebido sería santo y alcanzaría la perfecta sabiduría (?). La leyenda tampoco dice cómo llegaron a esta conclusión partiendo de aquel sueño pero quiénes somos nosotros para dudar de hombres tan sabios.

Si les pareció sobrenatural la concepción de Siddartha, esperen a oír cómo fue su nacimiento. Cuando llegó el momento del parto, Maya se dirigió al jardín, se agarró a la rama de un árbol y allí mismo, de pie, tuvo lugar el alumbramiento. Diez mil mundos se sacudieron, los fuegos de todos los infiernos se apagaron, los ciegos recobraron la vista, los sordomudos hablaron, las enfermedades cesaron entre los hombres y las aguas de los océanos se tornaron dulces. Buda salió del vientre de su madre como un hombre que baja por una escalera, con ambas manos y pies extendidos, sin mancha de impureza alguna ni señales del vientre materno. Casi podría decirse que fue un alumbramiento virginal. Buda afianzó ambos pies en el suelo, dio siete pasos hacia el Norte y, examinando las cuatro partes del mundo, exclamó: "Yo soy el principal, el mejor y el primero del mundo; éste es mi último nacimiento; nunca más volveré a nacer".

Como suele ocurrir en estos casos, el texto más antiguo que habla sobre Buda fue escrito unos 400 años después de su muerte así que vaya usted a saber si no habrán exagerado un poquitín porque eso de dar a luz en medio de un jardín suena rarísimo.

Siddartha vivió en casa de sus padres hasta los treinta años o por ahí (nada nuevo bajo el sol) y, durante ese tiempo, sólo conoció el lujo, la comodidad y la opulencia. El darse cuenta de que en el mundo había pobreza, dolor, enfermedad e, incluso, muerte, fue para él un tremendo shock que le condujo, no a intentar paliar esas cosas haciendo uso de su inmensa fortuna, como cabría esperar, sino a raparse la cabeza y echarse al camino a meditar y a aprender de los gurús que pululaban por allí, incluso antes de que los descubrieran los hippies. Ya ven. Buda no era budista (aún) pero como si lo fuera.

Eso sí, después de años y años de meditación, aprendió una cosa: que la meditación no bastaba.

Y después de tener unos cuantos maestros, aprendió otra cosa: que llegado a cierto punto, ningún maestro puede enseñarte nada más (no estoy muy seguro pero sospecho que ese punto es cuando el maestro ya te ha enseñado todo lo que sabe).

Descorazonado, decidió buscar el conocimiento en su propio interior así que, ni corto ni perezoso, se sentó bajo una higuera tomando la resolución de no levantarse de allí hasta encontrar la respuesta a los enigmas de la vida y de la muerte. Ya hemos dicho que Siddartha no era de extracción campesina, por eso no sabía que "la sombra de la higuera le hace mal a cualquiera" (uno que hizo lo mismo en mi pueblo estuvo allí tres días solamente antes de que se lo llevaran metido en una camisa de fuerza unos señores vestidos de blanco).

Pero la encontró, al parecer (la respuesta, digo, no la camisa de fuerza).

Sintiéndose más allá del dolor o el placer, completamente ajeno a las pasiones humanas, llegó a la convicción de que había logrado romper la rueda de la vida y ya no se reencarnaría más. Había alcanzado el nirvana.

Siddartha Gautama murió a la avanzada edad de ochenta años, parece ser que a causa de una intoxicación alimenticia, en medio de violentos vómitos, grandes hemorragias y atroces dolores que sobrellevó con gran entereza, según los testimonios que nos ha legado la tradición. Es lo que pasa cuando se va uno más allá de las pasiones humanas, que no se entera de lo que come.

Sus discípulos se encargarían de divulgar sus enseñanzas por toda Asia y parte de Hollywood.



martes, 19 de junio de 2007

Chiítas y sunnitas

Es de sobras conocido que los ángeles no tienen sexo así que a la hora de divertirse tienen que ingeniárselas como buenamente pueden. Corría el año 610 y hacía seis siglos, año arriba, año abajo, que Gabriel no echaba una canita al aire. Francamente, estaba ya hasta el centro de gravedad (que cae más o menos donde debería estar el sexo) de interpretar al arpa el "Fumando Espero" de Sara Montiel (number one en el hit-parade de aquel año) y de jugar a encontrar caras en las formas de las nubes mientras montaba guardia ante las puertas del Paraíso. Decidió que aquel sería un buen momento para ver cómo iba el lío que había organizado en su anterior excursión a la Tierra, cuando se le ocurrió decirle a una virgen que estaba embarazada del Espíritu Santo. Sólo para ver lo que pasaba, ya saben.

Ni corto ni perezoso, Gabriel empaquetó el arpa, se puso la saya de los domingos y tiro pa'bajo.

Otra cosa harto sabida de los ángeles es que tienen un sistema de orientación parecido al de la paloma de Alberti que por ir al Norte fue al Sur (creyó que el trigo era el agua, se equivocaba) así que acabó lejos de la región de Palestina, internándose en los desiertos de la península arábiga y sobrevolando el espacio aéreo de La Meca. Por suerte para él, los mecanos... los mecanitas... los meca... la gente de La Meca aún no disponía de misiles SAM tierra-aire.

Trataba de encontrar alguna referencia conocida en el terreno a sus pies cuando alcanzó a divisar, sentado ante la boca de una cueva, a un lugareño con una toalla en la cabeza y aire de estar dándole vueltas al coco. Gabriel pensó que estaría bien parar un momento a estirar las piernas y preguntar, de paso, por dónde narices se iba a Jerusalén. Tomó nota mental para sugerirle más tarde al jefe que sería centrodegravedadnudo que la siguiente ciudad sagrada que eligiera fuera una a la que condujeran todos los caminos.

La Revelación de Gabriel a MahomaEl hombre sentado ante la cueva, que se llamaba Mojamé (Mahoma para los amigos), alzó la vista y, a juzgar por la cara que puso, algo debió verle por debajo de la saya que le sorprendió enormemente pues se puso pálido como la cera y cayó postrado a sus pies cuando Gabriel tomó tierra y, con voz tonante y poderosa, dijo... "Hola".

Mahoma salió huyendo despavorido mientras Gabriel remontaba el vuelo meneando tristemente la cabeza y preguntándose en qué nuevo lío se estaba metiendo.

Pero dejemos al liante de Gabriel y centrémonos en Mahoma, quien, a raíz del encuentro con el ángel, se puso a escribir como un loco (de derecha izquierda y con garabatos) y le salió un libro bastante gordo al que llamó El Corán, con mayúsculas. Escribir un libro tampoco es cosa del otro jueves pero hacerlo siendo analfabeto, como era el caso de Mahoma, no puede significar otra cosa distinta a que el texto ha sido fruto de la inspiración divina. ¡Halaaaaa!, dijeron algunos. ¡Alá!, dijeron otros. Y hasta hoy.

A decir verdad, lo más probable es que Mahoma no escribiera nada sino que transmitiera oralmente las supuestas revelaciones de Gabriel y otros pusieran todo por escrito andando el tiempo pero es que el párrafo anterior me salió tan espontáneamente que no he tenido corazón para borrarlo.

De hecho, Mahoma se pasó el resto de su vida predicando y predicando. Y matando un poco a los idólatras, entre prédica y prédica. En definitiva, ganándose la inquina de la mayoría de las tribus árabes, politeístas devotos que veían en el monoteísmo de los musulmanes una total estupidez amén de una ruina económica ya que, para más inri (qué mal traído, lo siento) era la propia tribu de Mahoma la encargada de velar por La Kaaba, el lugar en el que se guardaban los ídolos de Arabia y destino de multitud de peregrinos llegados de todos los rincones de la península para adorarlos. Más adelante, una vez conquistada La Meca para el Islam, el propio Mahoma se daría cuenta de que aquello de montar un lugar de peregrinaje no sólo no estaba nada mal sino que, de hecho, era un chollo así que reelaboraría la historia de La Kaaba. A saber: La Kaaba había sido erigida por el mismísimo Adán para honrar a Alá pero aquella primera construcción, hecha de zafiros y rubíes, tuvo que ser elevada a los cielos para evitar que se mojara cuando aquello del diluvio así que Abraham había construido otra, de piedra esta vez, convocando a toda la humanidad a visitarla para honra de Alá. Lo que pasó después fue que los hombres olvidaron aquello con el paso del tiempo y se habían puesto a adorar falsos ídolos en el recinto sagrado. Hasta que llegó el profeta y mandó "aparar".

Pero basta de rodeos. Iba a hablar de sunnitas y chiítas.

Pues bien, a la fecha de su muerte, en el año 632, Mahoma era la cabeza de una fuerza, el Islam, que había logrado unificar toda Arabia en una entidad tanto política como religiosa pero no se le había ocurrido establecer una ley sucesoria. Lo único que tenía vagamente claro es que posiblemente las mujeres no podrían acceder al gobierno pues, quién sabe, en cualquier momento se les podría ocurrir ser infieles al marido y habría que lapidarlas y estaría muy feo tener que liarse a pedradas con un jefe espiritual. Los líos empezaron casi de inmediato aunque no precisamente por causa de las feministas.

Una asamblea de notables se reunió y eligió como califa (jalifa=sucesor) a Abu Bakr, padre de Aisha, tercera mujer de Mahoma, elección que fue inmediatamente impugnada por los chiítas (shi'i=partidario), esto es, por los partidarios de Alí, primo de Mahoma y casado con la hija de éste, Fátima.

Después de la muerte de Abu Bakr, y de nuevo con la oposición de los chiítas, aún serían nombrados califas, consecutivamente, Omar (padre de otra de las esposas de Mahoma) y Otmán (del clan de los Omeyas y casado sucesivamente con dos de las hijas de Mahoma) hasta que, finalmente, Alí accedió al califato tras morir Otmán en extrañas circunstancias. Tan extrañas que, de hecho, el gobernador de Siria, Muhawiya, también del clan de los Omeyas, se alzó en armas contra Alí acusándole de haber consentido el asesinato de su predecesor.

Corre el año 657 cuando los ejércitos de Alí y Muhawiya se enfrentan en la llanura de Siffin, en el Norte de Siria, cerca del río Éufrates. La batalla se prolongará durante tres días hasta que a los guerreros de Muhawiya les da por colocar páginas del Corán en las puntas de sus lanzas proponiendo que ambos contendientes se sometan al dictamen de un árbitro imparcial. Dicen los chiítas de hoy que los seguidores de Muhawiya propusieron esto no por evitar más derramamiento de sangre sino simplemente porque iban perdiendo.

Sea como fuere, la mayor parte de los seguidores de Alí, los chiíes o chiítas, conminaron a éste a aceptar la mediación pero una pequeña parte se situó al margen de uno y otro bando, aduciendo que la cuestión sólo podía ser resuelta con la ayuda de Alá (o sea, a degüello y el que gane es quien tenía razón). Estos fueron llamados jariyíes (los salientes) y, a lo largo de la historia, fueron un grupo importante aunque se dividieron después en multitud de sectas y hoy día son muy poco numeroso. Los seguidores de Muhawiya se darán posteriormente el nombre de sunnitas o sunníes (ortodoxos), de forma que es en este momento histórico cuando se configuran las tres grandes ramas del Islam, posteriormente sub-ramificadas en multitud de sectas y divisiones.

Por cierto, el arbitraje se resolvió a favor de Muhawiya, que será proclamado califa por sus tropas al año siguiente y trasladará la corte desde Medina a Damasco, lo que marcará el comienzo del Califato Omeya.

El pobre Alí, por su parte, será asesinado en 661 por los jariyíes.

Shalam Aleikum.