Zombis de supermercado
Un hipermercado
es ese sitio al que hay que ir una vez por semana con objeto de aprovisionarse
de comida suficiente para sobrevivir a un holocausto nuclear, independientemente
de que en casa ya se tengan alimentos de sobra para resistir holgadamente a dos
tsunamis y tres guerras mundiales. Nada obliga, en principio, a que los
ciudadanos asalten en masa dichos establecimientos pero el instinto parece
empujarnos a acudir a ciertos lugares en tropel, incitándonos a apelotonarnos en
cines, conciertos de rock, estadios de fútbol y discursos papales del mismo
modo que las luciérnagas de Malasia se apiñan por millones en el mismo árbol, totalmente
ajenas a que, apenas a diez metros, hay disponible toda una jungla razonablemente
vacía de luciérnagas. Tal vez se deba a este comportamiento gregario del ser
humano el hecho de que los hipermercados, como los castillos medievales, suelan
estar ubicados preferentemente en lugares altos que dominan la ciudad. Las
hordas asaltantes se encuentran en desventaja ante los imponentes muros que se
yerguen sobre los puestos de aparcamiento y las hileras de carritos metálicos
desprolijamente desparramados por todo el recinto y eso las condiciona de
antemano a reprimir el impulso de saqueo. La mayor parte de las veces, al menos.
El cliente
tipo de un hipermercado suele ser de mediana edad, sexo femenino, estado civil variable
y un humor de perros. Dejen que me explique. Si bien es cierto que la población
humana que deambula por los pasillos manoseando envases y derribando pilas de cajas
presenta una distribución aproximadamente paritaria de ambos sexos, digo que el
cliente tipo suele ser mayoritariamente femenino debido al hecho demostrado de que
los individuos de sexo masculino presentes en el lugar no suelen ser clientes
propiamente dichos sino simples zombis que meramente acompañan a una mujer.
Cuando una aguda voz femenina se eleva sobre el ruido de fondo gritando
estentórea: “¡esas no, pedazo de animal, no ves que están verdes!”, dicho grito
suele haber sido proferido en dirección a un ser de grandes manazas y ojos
vacuos que mira con perplejidad la bolsa de plástico a medio llenar de ciruelas
que tienen todo el aspecto de haber sido recientemente extraídas de una cantera
de grava. Debido a incidentes de este tipo, la tendencia natural en la mayoría
de las duplas mujer-zombi, suele obligar a que sea este último quien, con cara
de resignación, empuje el carrito a través del recinto mientras la mujer se dedica a llenarlo de productos con agilidad y
destreza.
Pero hay
zombis y zombis. Está, por ejemplo, el zombi novato. Suele ser joven e
inexperto y, habitualmente, muestra una actitud apasionada y efervescente que
le lleva a maravillarse por casi cualquier cosa.
— Mira,
Graciela, ¿has visto? ¡Mandarinas!
— Sí, ya las
he visto. Son las mismas de la semana pasada, pelotudo. Un tres por ciento más
caras, por cierto. Cómo está la vida, Dios mío.
El zombi
novato comete los errores propios del desconocimiento de los arcanos de la economía
doméstica pero tropieza una y otra vez con la misma piedra.
— Graciela, ¿nos
llevamos esta mermelada para desayunar?
— ¿Ésa? ¿Es
que estás mal de la cabeza? Agarra la que está al lado que vale dos centavos
menos y trae cinco gramos más por frasco, bruto.
La energía vital del zombi novato va disminuyendo
durante la jornada y, al cabo de tres o cuatro horas de estancia en el lugar, su
primitiva efervescencia se va transformando en apatía con lo que se hace prácticamente
indistinguible del zombi veterano. De no ser por el aspecto físico, ya que éste
último suele tener más panza, más canas y mucha menos paciencia.
— Facundo, me
alcanzarías esa lata de tomate triturado.
— ¿Ésta?
— No, ésa no,
la de al lado.
— ¿Ésta?
— ¡La del otro
lado!
— Listo.
— Bah, ponla
en su lugar de nuevo, voy a llevar tomates naturales.
— ¡¡Vete a la…!!!
Pero el zombi
veterano suele tener un plan de escape que suele funcionarle razonablemente
bien.
— Cariño, me
acerco a la carnicería a comprar unos bifes y un poco de vacío para el asado.
Y desaparece
durante una buena media hora o tres cuartos mientras la mujer continúa con su compra
con eficiencia anglosajona. No echará de menos al zombi hasta que tenga que
alcanzar un envase del estante más alto, momento en el que el futuro del zombi veterano
empezará a adquirir unas expectativas bastante sombrías. Si es que no las tenía
ya, debido al incidente de las ciruelas.
Hay una
tercera especie de zombi que empieza a observarse cada vez con más frecuencia en
los grandes hipermercados, si bien cabe señalar que su hábitat natural sigue
siendo otro tipo de establecimiento más pequeño y próximo a su lugar de trabajo,
particularmente cervecerías, quioscos y estaciones de servicio. Se trata del zombi
soltero, que, aunque apenas se distingue de las otras dos subespecies en cuanto
a comportamiento, no tiene al lado a una mujer que le vaya indicando por dónde
ir y, en consecuencia, suele encontrársele parado en silencio frente a los
estantes de productos de limpieza rodeado de un halo de duda y concentración, hipnotizado
por la profusión de marcas y colores, aturdido por la ingente variedad de tipos
de suavizante para la ropa, tal vez semi-intoxicado por el olor a detergente
que invade la atmósfera de esa sección o quién sabe si sumergido en profundas
reflexiones acerca de la última alineación del equipo de fútbol de sus amores. El
zombi soltero saluda con corteses movimientos de cabeza a todo zombi con el que
se cruza y recibe a cambio forzados buenos días, sonrisas condescendientes y
ondas de pura envidia reconcentrada.
Para poner fin
a este breve opúsculo, conviene reflexionar sobre la relación entre los
hipermercados y la vida afectiva del ciudadano medio. Dado que las visitas a
estos lugares suelen producirse en jornadas no laborables, las cuales, incidentalmente,
suelen ser también las elegidas para el apareamiento mujer-zombi (exclusión
hecha del zombi soltero que se las arregla cómo y cuándo puede), es inmediata
la relación de causalidad directa entre la intensidad de las discusiones en la
sección de congelados y la disminución del impulso sexual en la mujer. Podemos concluir,
por tanto, que las compras semanales tienen una influencia altamente negativa
en la reproducción de la especie por lo que sería de desear que se redujeran al
mínimo imprescindible para garantizar la supervivencia inmediata. ¡Sobre todo
si están televisando un Boca-River, caramba!