miércoles, 25 de julio de 2007

Santiago Matamoros

Santiago

Veintitrés de mayo del año de Nuestro Señor de ochocientos y cuarenta y cuatro, inmediaciones del castillo de Clavijo (La Rioja, España). El rey Ramiro de Asturias (primero de su nombre) está hasta el gorro del emir de Córdoba, Abderramán (segundo del suyo), que le ha reclamado un tributo consistente en cien doncellas abonables en efectivo (nada de letras bancarias o cheques pagaderos a treinta días) por lo que ha decidido darle batalla y aprestado para ello un lucido ejército compuesto en su mayoría por aguerridos norteños que piensan cuánto mejor estarían en sus agrestes montañas regando con abundante sidra una buena fabada. El cielo está parcialmente cubierto pero no hay riesgo de precipitaciones (según el último parte meteorólogico: la vieja herida de guerra del soldado Pelagio, que pica como mil demonios cada vez que se aproxima un cambio de tiempo). Pelagio apresta la lanza y embraza el escudo, inquieto ante la presumible escabechina que va a comenzar en breve, mientras piensa, misterios de la mente humana, que el viento relativamente seco de esta extremadura del reino en que se halla le viene mejor para los huesos que la humedad del valle asturiano en que nació. Tal vez se venga a vivir por aquí y repoblar un poco la zona, cuando esto termine. Una suave brisa de poniente cruza la llanura y hace flamear los ropones de los soldados, alineados en formación, prestos al combate. Estado de la mar: marejadilla.

Ramiro espolea su caballo y pasa revista a sus tropas, a las que ha arengado hace un momento relatándoles el sueño que ha tenido la noche pasada en el que el mismísimo apóstol Santiago se le ha presentado para decirle que estará junto a ellos en la batalla. Percibe en los rostros de los hombres signos de lo que tanto puede ser una cierta inquietud ante la promesa del sobrenatural acontecimiento como simplemente el miedo común y corriente que todo soldado experimenta ante la inminencia del combate. Las tropas de Abderramán, alineadas al otro extremo del angosto valle, han iniciado una violenta carga con los bereberes en el centro conformando el grueso de la vanguardia y aullando como endemoniados. Ramiro desenvaina su espada y suelta al aire lo que será el grito de guerra de los ejércitos españoles de ahí en adelante: "¡Santiago y cierra, España!".

El grito va con coma, muy importante. No se trata de cerrar España a cal y canto sino de cerrar filas, acometer, embestir al enemigo (acepción 32, nada menos, de la palabra "cerrar", hoy en desuso si no fuera por el Capitán Trueno y cuatro literatos). Aunque ahora que lo pienso, en el actual ejército español debe haber casi tantos soldados ecuatorianos y colombianos como españoles así que supongo que cuando entran en combate en el Líbano o Afganistán gritarán "¡Nuestra Señora de Coromoto nos valga!", o algo por el estilo.

Pero sigamos. Iba diciendo que Ramiro ordenó atacar invocando el nombre del apóstol.

Las huestes asturianas ya se lanzaban a la carga, dispuestas a topar a lo bestia contra el enemigo según imponía la moda de la época, cuando los cielos se abrieron y de entre la cegadora luminosidad del milagro, pues de eso se trataba, surgió un blanco caballo de no sabemos qué color a cuyos lomos venía jinete el mismísimo apóstol blandiendo una tizona de metro y medio con la que desbarató las filas enemigas cercenando cabezas de moros a diestra y siniestra.

El rey asturiano obtuvo una gran victoria aquel día y ya nunca más pagaría tributo a Córdoba.

La iglesia de Santiago, en Compostela, obtuvo una victoria aún mayor dos días después en Calahorra, cuando el rey hizo lo que se da en llamar "El Voto de Santiago", según el cual se le ofrecerían cada año las primeras cosechas y vendimias y, como a un caballero más, se repartiría a Santiago una parte del botín que se tomara a los moros.

Cosas de la historia, resulta que la única crónica de batalla tan importante y singular fue escrita cuatrocientos años después (hacia 1.243) por un obispo de Osma y arzobispo de Toledo llamado Rodrigo Jiménez de Rada, por lo que los historiadores (¡panda de herejes!) sospechan seriamente que tales acontecimientos nunca tuvieron lugar, ni de la forma en que se narran ni de otra cualquiera.

Pero Santiago sigue siendo patrón de las Españas y hoy, 25 de julio, se celebra su fiesta así que me voy a tomar un buen ribeiro y una ración de pulpo "a feira". Salud.

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